Vivir mucho es una maldición

(Publicado en el Diario El Informador el 22.10.08)

Vivir mucho
es una maldición

Lic. Víctor M. Barranco C.

Escondió en su memoria, nebulosa, pero memoria al fin...su miedo, su verdad, su rabia, sus frustraciones, el triste recorrer de sus días por el calendario. Escondió la razón, la angustia y hasta ese deseo natural de seguir viviendo. También escondió el presente, el futuro, y en el pasado sepultó una mueca que, de pronto, hubiera podido ser una sonrisa. Guardó en su impotencia, en ese frustrar de diario que deja las carencias, la incomprensión, cualquier esperanza de ser entendida, comprendida, tolerada. No dejó un espacio para la alegría, ni para la calma…solo un rincón donde sus seres queridos le adelantaron las sombras. No hubo más esperanza, ni paz. Supo ya de vieja separar la maldad, la bondad, la miseria, la lástima, la envidia, la frustración, la burla, el egoísmo. Ni siquiera le fue reconocida la humildad con que fue ajustándose a los gustos y necesidades de otros, renunciando a los propios dándolos por vividos. Solo había madrugadas para la soledad. Para ese llanto ahogado que trasnocha, pero que aliviana la ancianidad, cuando son los afectos más próximos quienes le hacen sentir que estorba. Que necea. Que no entiende. Que repite. Que olvida. Que muere poco a poco en la indiferencia ajena. Es una mueca el saludo, el gesto agradable. Cuando quiere ser cariñosa y trata de dibujar ese amor grande en el afecto de sus seres queridos…siente el rechazo, y entonces recuerda que es solo un sembradío otoñal de imprevisibles tristezas. Asegura que no hay nada más cruel que la vejez. Ese sitio desde donde el silencio permite empinarse hacia adentro, pero solo para el extravío. Ese lugar de resacas, donde pululan los fantasmas, y reside el frío. Allí, donde se detiene el tiempo de soñar despierto, y la realidad es una pesadilla de desafectos e incomprensiones que lacera la piel ajada de ese reloj viejo, que ya no saca cuentas. Hoy el sobresalto marca el sueño, y solo un fármaco le garantiza un descanso sin turbulencias. Es el propio cuarto delimitando los espacios del invierno…la luz, el norte, el sol, esas marcas nobles de los que no se han dormido para siempre, todavía. Allí, frente a sus angustias hay quienes ríen de ellas…y sus canas riegan de manantiales, el irreversible camino de sus grises. No entiende porque su hijo a quien enseñó, perdonó, comprendió en sus carencias, ayudó en sus limitaciones, aseó en sus incontinencias infantiles, amó sin condiciones…hoy, critica sus carencias, se asquea y regaña sus incontinencias, y se ha olvidado que necesita de ese cariño. Por qué le niegan la vida, justo en la antesala de su muerte. No comparten sus sueños, se burlan de sus historias, y en vez de calidez parecieran solo usar ese aguijón perverso que se ensaña punzando el sitio aquel donde el afecto debió regular la transición hacia el estadio eterno. Pero es tanto su amor que entiende. Y sobreponiendo enfermedades y desprecios, ayuda más allá de sus posibilidades en las tareas de una casa, donde siente que estorba… a pesar de ser la abuela.

-Tiene 84 años. Lúcida a pesar de lo avanzado de su edad. Una persona amiga me pide visitarla. Me lee los miércoles y desea conversar conmigo, más que para contarme sus experiencias, para que algún hijo las lea y sepa de las procesiones de los padres y abuelos, que marchan es por dentro.
- Hijo tenía muchas ganas de conocerte, me dice de entrada y me abraza. Eso que tú escribes me ha hecho llorar muchas veces. Siempre le pido a mi hijo que me compre El Informador los miércoles para leerte. Debes tener una bellísima familia para escribir como escribes.

- Dime mi vieja ¿querías hablar conmigo? ¿De qué cosa? ¿Cómo puedo serte útil?
- De mí, mi amor. De qué más. De esta vida mía llena de chocheras y de sufrimientos íntimos. De este cachivache, que como todas las abuelas, algún día estorba.

- Cuéntame vieja, le pido…
- Me casé muy joven. Tuve un solo hijo que como te imaginas es mi adoración. Al poco tiempo de nacer él, me divorcié. Me fui a vivir con una hermana y cosiendo, planchando para otros, lavando, lo levanté. Fue un niño bueno, mimado pero bueno. Su papá, mecánico, se estableció en otra ciudad y progresó mucho, aunque nunca se ocupó de él ni en lo material, ni en lo afectivo. Lo veía de vez en cuando. Lo invitaba a San Cristóbal donde vivía con su nueva familia, y presiento que Chucho se prometió a él mismo conseguir lo que sus medias hermanas disfrutaban. Trabajó en muchas cosas, incluso en el Hipódromo los fines de semana para costear sus estudios, cuando en Caracas ése era el sitio donde buscaba su sustento, mucho estudiante. Yo le hacía todo. Fui su madre, su amiga, su cachifa…aún cuando yo tenía poco educación, y mi aspecto era y sigue siendo, de mujer provinciana. Lo acompañé a sus residencias, donde lo atendía en todo. Incluso en casa de familiares donde vivía, yo ayudaba en la cocina y en los quehaceres domésticos para que me lo tuvieran. Se casó con una niña de la sociedad, y allí me cambiaron las cosas. Ella, me miraba por encima del hombro. Nunca llegó a abrazarme o a tratarme con cariño. Tampoco me invitaron nunca a las fiestas familiares. De casualidad fui al matrimonio.

- Él ¿cómo lo tomaba?
- Cómo si no fuera con él. Pensé que eso cambiaría con el tiempo pero qué va. Les fue bien, y compraron un Pent-house. A mi, me dieron el cuarto de servicio. Atendía la casa, los niños que comenzaron a llegar y cualquier cosa que Valentina me encomendara. Nunca salí, tampoco me atraía mucho el hacerlo. Cuando llegaba visita, ella me sacaba el cuerpo, y me decía….Carmela, ¿por qué no vas a atender a los muchachos?...sin presentarme a la visita. No supe que era un parque, ni un cine, ni un paseo con ellos. Pero si muy buena para cocinar, lavar, atender a los muchachos. Un día Mildred me dio una buena noticia…conseguimos una muchacha para que te ayude, compartirás con ella el cuarto. Y así fue. Mientras, yo pendiente de todo, con una artritis que me mataba, con problemas de vieja…pero sin poder hablar duro, porque me regañaba. Un día me sentí mal, mi hijo andaba de viaje y porque me quedé en la cama, me dijo vieja perezosa, mantenida, inútil y cuánta cosa fea existe. Cuando él llego de viaje, le dijo que yo la había ofendido y que escogiera entre ella y yo.

- Él ¿qué hizo?
- Me dijo, vieja…entiende. Ella es una niña mimada, de un mundo distinto al tuyo, pero poco a poco comprenderá. Por lo pronto, vete a casa de tu hermana un tiempo, mientras se calma la tempestad. Y yo, capaz de hacer cualquier cosa por mi único hijo le dije, tranquilo papá…entiendo. Si eso es así, me voy. No tardaron ni una semana en buscarme. El apartamento se les venía encima, y requerían no al ser querido sino a la cachifa a tiempo completa que tenían en mí. Volví, y la casa estaba patas arriba. Ella trató de ser amable conmigo los primeros días…pero después fue igual. Ellos a sus trabajos y yo a limpiar y a servir. Llegó el bautizo del primer hijo, y compré un cortecito para hacerme un vestido…feliz, con la fiesta de mi nieto. Pero más duré buscando la tela, que ella en desilusionarme. Me dijo, bueno suegra recoja para que se vaya el fin de semana con su hermana, pues la fiesta que voy a dar es a todo trapo, y usted no tiene ni un vestidito bueno. Me fui a llorar al cuarto y allí llegó mi hijo. Le conté…le mostré el vestido que me estaba haciendo, y me dijo….es verdad mamá, lo que vas es a sentirte mal con esa gente que no es como tú. Mejor te vas donde la tía, y yo te voy a buscar el domingo en la tarde. Así fue.

- ¿No reaccionó?
- No. Unos años más tarde, él inventa un viaje porque tenía una noviecita –cosa que yo supe después- pero se va a la playa con ella. Y allí, mire que Dios tiene una manera bien rara de hacer las cosas, la encuentra a ella – a su esposa- también con otra pareja. Se forma el zafarrancho y decide separarse. Nos vamos casa de un familiar él y yo donde me explica lo que pasa. Yo, que no quería que mis nietos se criaran sin padre como me había tocado criarlo a él, lo fui convenciendo de olvidar…de perdonar. Ella comenzó a acercárseme, a tratarme con cariño, a buscarme y pensé que había cambiado.

- ¿Habló con ella de la infidelidad?
- No, ni se me ocurre. Pero la sentí arrepentida, querendona, y convencí a mi hijo de volver. Los primeros meses, todo bien. Buscó unas señoras que ayudaban en el apartamento, y yo simplemente me ocupaba de los niños y de alguna que otra cosa. Poco a poco me delegaron más oficios, hasta que volví a hacerlo casi todo. Mi hijo lo aceptó y esta vieja que está a punto de cumplir los 90, tiene que trabajar hasta doce horas al día sin desmayar para no ser regañada por esa víbora.

- ¿Por qué no habla con su hijo?
- Mira mijo, por eso quería hablar contigo. Porque a viejo no lo quiere nadie. La vejez es demasiado cruel. Las cosas se olvidan y uno se vuelve entonces antipático e irresponsable. Uno echa los mismos cuentos y entonces se vuelve fastidioso. Ya no domina esfínteres, y a ese hijo que cuidé y limpié en cada ocasión le avergüenza que su madre, por una causa tan natural como la edad, no pueda controlar completamente los suyos. Tampoco puedo hacer todo lo que esperan de mí, porque me duelen los huesos y ya no tengo la misma agilidad, ni la misma disposición. Lloro mucho, y se molestan. No comprenden que estoy más sensible...que no lo puedo controlar. Si opino sobre mis nietos, casi me comen. Soy una vieja retardataria que no debe estarse metiendo en lo que no me llaman y en las cosas que –según ellos- no entiendo, cuando la decencia y rectitud es siempre la misma. Si hay una comida que no como porque no me gusta, o porque presiento que me puede caer mal porque ya mi digestión no es la misma…entonces soy una malagradecida, que hasta rechaza el platico de comida que me dan, cuando afuera hay tanta gente pasando hambre. Me da pena decirles que se me acabó el desodorante, o revelar esa intimidad vergonzosa cuando debo pedirle pañales para mí. Si quiero llamar una amiga y hablar con ella, debe ser rapidito porque otros necesitan el teléfono y, de alguna manera, me hacen sentir que esa no es mi casa. Ya no puedo bajar al parque, porque sola me puede pasar algo…pero nadie me acompaña a hacerlo. Nadie ya, me hace cariño. Hace mucho tiempo que el beso que recibo, es el de la formalidad del saludo. Pero nada de un abrazo estrecho, de un gesto amable, de una palabra de reconocimiento a lo que he hecho. Los viejos estorbamos. Les aguamos la fiesta a los hijos. Le hacemos desagradable la cosa a los nietos porque no entendemos su mundo. Estamos condenados a la soledad, y sin derecho a protestar. El vivir mucho, es como una maldición, porque llegamos a darnos cuenta que los hijos pasan a tener otras familia que es la principal. Que primero ellos y si algo queda, es para nosotras. Y lo que es más grave, no es las chocheras que vivimos, sino que comenzamos a requerir atenciones que nadie nos puede dar. Y sentimos la vergüenza, que a veces nos hacen notar, que se perdieron una fiesta o una reunión o un viaje, por los achaques de la abuela.

- Pero abuela ¿no cree que llegó la hora de sincerase con su hijo?
- No. Llegó la hora de seguir aguantando callada. Porque si le decimos a nuestros hijos nuestras quejas, siempre van pensar que son chocheras de la abuela. Cuentos propios de la edad. Que somos un paquete que debe cargarse con todo. Una especie de combo pesado con el que hay que lidiar…como si a ellos no le irá a tocar algún día.

- ¿Por qué me cuentas todo eso?
- Porque si bien a lo mejor no es tan interesante, ni tan dramático, como lo que escribes siempre…pasa más a menudo de lo que tú crees. Y como te lee medio mundo, entonces que mucho hijo sepa como evitar que su madre, además de los padecimientos propios de la ancianidad, sienta el trato de mueble viejo que alguno de ellos les da en el final de sus días. Así que solo te pido que lo publiques…es lo único que he pedido en mis últimos años, además a un extraño. Prométeme que me vas a complacer…

Claro que la voy a complacer. Siento que su tragedia es más común de lo que uno piensa. Tiene que ver con el derecho a ser feliz y a descansar después del fragor de la siembra. A esa edad, como al inicio de la vida, se es feliz con cosas tan pequeñas que uno no termina de entender porque hay algunos que no lo hacen. En medio de su confianza adivino en sus ojos ese miedo de siempre de quienes ni siquiera pueden reclamar cariño, que es lo que pide. Ese peso horrible de la indiferencia de parte de a quien adora. Esa asfixia cotidiana de los que sienten a su cadáver, prematuramente deambular por las tristezas. Para ella, el saludo es una mueca fría, que desde el sur de las miserias, simplemente le sonríe desde una antipática formalidad... En ese recorrer lento de la sangre por sus arterias, el vértigo del desafecto es solo el anuncio de que sigue con vida. Esa especie de conquista opaca que le anuncia el devenir de cada mañana. En el trajín del andar, la indiferencia es solo consecuencia de tanto tolerar. En la espera, en ese confiar en que mañana será distinto, ella a quien solo su nombre le ha permitido no morir de incógnito, asume su tragedia con dignidad de madre. Al final, seguramente las explicaciones serán las mismas. Y el peso del desamor, será mucho más liviano. Cuando me lea, romperá la rutina y sabrá que puede ser complacida. E interrumpirá por minutos esa cotidianidad a la que ha sido condenada por su hijo… el protagonista de lujo de su ya larga y asfixiante tristeza.

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